¿Son clichés o realidad los tópicos sobre diferentes países?
Mi suegra, que me quería mucho, siempre me defendía ante cualquier situación adversa. En cierta ocasión, en una pequeña charla en la frutería, comentó que su yerno era alemán; a lo que la frutera respondió:
– «Ah, alemán -cabeza cuadrada entonces-«.
Mi suegra le contestó:
– «No, en realidad no; tiene la cabeza normal -como nosotras-«.
También están estas personas que te dicen a la cara:
«¡Mira, los alemanes, con lo cabeza cuadrada que son!, pero tú eres diferente.
«Gracias por considerarme diferente a mis compatriotas». (Lo que está pensado como cumplido, deja un mal sabor de boca).
Igualmente te podrían decir:
- «¡Qué guapa eres, con los años que tienes!»
- «¡La calva te queda bien!
- «Para ser catalán, es bastante majo».
Muchos llevamos ya años luchando, sea contra la edad, la caída del pelo, el sobrepeso o simplemente en contra de ser de la tierra errónea, y mira, no me quiero quejar; como alemán soy bastante afortunado. ¡Cómo sería ser de Ghana!
Los españoles son alegres, los franceses arrogantes, los alemanes serios, los rusos reservados y a los chinos no hay quien los entienda. Después, encima nos engañan -como a un chino-. Les miras a los ojos, y después te dicen que no son chinos sino coreanos, japoneses, vietnamitas o de donde sea -de por allí, pues-.
Llegué a leer una entrevista entre el presidente del Goethe Instituto en España y del Instituto Cervantes en Alemania. Los dos coincidían en que su labor cultural consistía en transmitir al mundo el temperamento alemán y el pensamiento filosófico español. Estoy de acuerdo.
Sin duda España ha tenido sus pensadores como Quevedo y Góngora; y Alemania sus cabras locas como Nina Hagen.
Encima, bastante sabemos ya que España es playa, fiesta, flamenco, paella, tapas y toros; y Alemania cerveza, Oktoberfest, castillos de ensueño, ciudades medievales de cuentos de hada, la Selva Negra, los relojes de cuco y el Rhin.


Pueden estar orgullosos los forasteros que conocen los pueblos de Soria y los riachuelos en la llanura del norte de Alemania, por haber salido del guion establecido.
Más conocimiento de París tiene aquella persona que ha recorrido los bares y mercados en los barrios de los residentes locales y la «ban-lieu», donde viven los inmigrantes, que aquellos que han subido a la torre Eiffel y visitado el Montmatre, el Louvre y el Centro Pompidou, u otras semejantes perlas como lugares de la cultura y de las personas cultas.
Cada cual está en su derecho de buscar lo que quiere y lo que le interesa, y la vista desde la torre Eiffel no es nada desdeñable, por cierto. Así como impacta el Gran Cañón, también impresiona París desde arriba. Cada lugar a su propia manera.
No tengo derecho a tachar la visita a Disneylandia como «de un nivel culturalmente inferior a un recorrido por la vida nocturna de París en compañía de unos parisinos (con borrachera incluida)». Ni mucho menos va a ser esta una experiencia más memorable que la visita de las galerías de arte el día anterior. ¡Oh sí! Por lo menos, espero que no sea por la borrachera.
En lo que sí quiero hacer hincapié es lo siguiente: aquel que de su visita a París se lleva a casa únicamente los recuerdos del típico recorrido turístico, se queda con la típica imagen de postal. Si es lo que buscamos, está bien, si nos lo hemos pasado bomba, mejor aún. Pero, si nuestro objetivo es cuestionar y contrarrestar nuestros propios clichés y prejuicios, no deberíamos ir en busca de la confirmación de los mismos. Entonces buscaríamos lo que los ilustres presidentes del Instituto Cervantes y del Goethe Institut querrían ilustrar como objetivo de su misión cultural.
Pero, al fin y al cabo, soy defensor de que cada uno busque lo que más le llene, le aporte placer y felicidad. El mismo valor tiene que el fallero y la fallera disfruten de montar las fallas, de las mascletaes y la ofrenda, de la Nit del Foc y de «la cremà», como que su vecino prefiera pasear, estar tranquilamente en una playa o de excursión en la montaña huyendo del jaleo fallero. No estoy en el mundo para dar lecciones a los demás de lo que deben hacer o dejar de hacer.
Mi abuelo, que era de origen berlinés, pasó la segunda parte de su vida viviendo en Hamburgo, en el norte de Alemania. Su pasión por la música, le llevó a tocar en la banda local del barrio. Según la ocasión, tenía que tocar un repertorio musical bastante diferente. Cuando tocaba ir vestido de capitán de barco, e interpretar las típicas canciones marineras de la costa, allí iba con la gorra de marinero y el traje azul marino.
Cuando se trataba de amenizar una fiesta popular (con repertorio típico bávaro), se ponía los pantalones de cuero, la camisa a cuadros, el chaleco y sombrero del traje alpino. Desentonaba bastante, metiéndose luego en la brisa fresca que soplaba normalmente en el norte y estando rodeado de casas de ladrillo rojo estilo norteño y de carácter puritano tan diferente a las vistas panorámicas de la Alta Baviera, de donde era oriundo el traje.
Aquí en España nos podríamos inspirar en esta muestra de multiculturalidad nacional. Propongo a los bilbaínos y las bilbaínas bailar flamenco en sus plazas y a los tinerfeños bailar sardanas de vez en cuando por su calles. Por supuesto, al estilo auténtico.
«¡Vivan los tópicos!»