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Lengua e identidad

Reflexionando sobre lengua e identidad, me imagino que todos/as nos hemos hecho en más de una ocasión preguntas sobre nuestra propia identidad: ¿Quién y cómo soy? ¿Por qué soy como soy? ¿Cómo he cambiado con el paso del tiempo? ¿Cómo sería si hubiera nacido en otra época o si hubiera hecho esto o aquello en su momento?

Estás viendo una película ambientada en otra época y te imaginas viviendo en aquellos tiempos. Te preguntas ¿Qué habría hecho yo en esta situación? ¿Cómo habría actuado? Son preguntas casi inevitables y el hecho de hacérnoslas nos conecta con mayor interés y suspense en la trama de la película.

Muy fácilmente olvidamos que ni tú, ni yo ni nadie de nosotros seríamos quienes somos, ya que precisamente esto está condicionado por nuestro entorno actual, sea por factores sociales, culturales y por el contexto familiar en el cual hemos crecido y que ha condicionado en gran parte nuestro ser. Como personajes de aquella película ni nuestros padres y abuelos, hermanas o tíos serían como en la película y tampoco los amigos y otras relaciones sociales.

Aún así, nos imaginamos a nosotros mismos como personajes de la misma, olvidando por completo nuestras condiciones de vida, estando rodeados de las últimas tecnologías del siglo 21 en un mundo laboral y social que poco tiene que ver con siglos pasados. Indudablemente, estos factores marcan en gran parte quienes y como somos.

Naturalmente, podemos meternos en la piel de otras personas y de las épocas que sean, pero solo desde la comprensión, compasión y con una buena dosis de sensibilidad humana, intentando entender a las personas y sus motivos de actuación desde su entorno personal.

Los rasgos de carácter como la bondad, la envidia, el rencor y los sentimientos como el temor, la angustia y la alegría nos han acompañado siempre y podemos ver a personas de nuestro entorno retratadas en películas históricas. En este sentido, el ser humano es universal en su capacidad de traspasar los contextos históricos y locales. Precisamente esto hace que nos podemos identificar con personajes de otros tiempos y diversas culturas.

Nuestras circunstancias individuales tienen básicamente dos componentes: el componente local que supone el entorno donde hemos crecido, por el cual hemos pasado más tarde y, sobre todo, donde vivimos actualmente y el componente temporal, que es la época que nos ha tocado vivir.

En cuanto al componente local, se divide incluso en dos categorías. Un componente queda definido por el entorno local, quiere decir si es un sitio aislado en la naturaleza, un pueblo o una gran ciudad. La otra categoría está condicionada por factores de identidad cultural, es decir: el país y la región con la que nos identificamos culturalmente.

Enseguida, muchos de nosotros nos preguntaremos por la naturaleza de nuestra identificación local. Personas que siempre han vivido en un lugar tienden a tener una identificación muy fuerte con sus raíces, sea por las tradiciones locales y gastronómicas o por la naturaleza cercana que uno siente como propia. Me parece muy bonito sentirse muy identificado con la propia cultura. Pero, aún en estos casos las migraciones siempre han existido, sea en la vida personal por haber estudiado y vivido un tiempo en otro lugar o sea por los nexos culturales y lingüísticos históricos con otras tierras.

Por mucho que me pueda identificar con ser valenciano y/o valenciano-parlante de toda la vida, apenas habrá personas en Valencia que no se consideren como mínimo bilingües; y los idiomas – más aún la lengua nativa – siempre son una parte esencial de la propia identidad. Incluso las tradiciones musicales y folclóricas traspasan los limites, como se ve en la amplia presencia de coplas o polkas o en la tradición histórica de los mismos instrumentos musicales, como se ve por ejemplo en la dulzaina valenciana y castellana.

La identidad local o nacional «pura» no existe en el mundo. El ser humano siempre ha sido un producto de migraciones y contactos con otras culturas. Precisamente por esto son tan absurdas todas las teorías de raza y supuesta superioridad étnica, nacional o cultural.

Los humanos somos en gran parte producto de las experiencias y vivencias que hemos vivido a lo largo de nuestras vidas, por lo tanto incorporamos el vínculo con los diferentes sitios por los que hemos pasado en nuestra identidad. Lo hace la persona originaria de Cuenca que vive ahora en Barcelona del mismo modo como un rumano en un pueblo de la Vall d’ Albaida. Todos somos de algún modo una mezcla de influencias, y sea por los viajes y las excursiones que hemos hecho a nivel nacional o internacional. Todos hemos recorrido parte del mundo en mayor o menor medida.

Las personas que somos de origen extranjero probablemente tenemos una mayor sensación de vivir entre culturas por el simple hecho de ser mayores las diferencias culturales y a menudo lingüísticas. Las diferencias culturales entre países sudamericanos y España ya resultan considerables.

Un argentino en México notará también diferencias culturales importantes entre ambos países, a pesar de hablar el mismo idioma. Cuanto más grande es la diferencia, más difícil será la adaptación a la cultura del país de acogida. Por fin y al cabo, todos tenemos un arraigo a menudo sub-consciente con nuestros orígenes. La sensación de choque cultural viene de allí.

Un fenómeno curioso es el choque cultural inverso. ¿De qué se trata?

Las personas afincadas en otros países durante un tiempo a menudo experimentamos una transformación en las costumbres y los valores que nos desconectan del país de origen. Sé de muchos estadounidenses que llevan años viviendo en Europa que ya no comparten la idea preconcebida del sueño americano y , por ejemplo, ven de una forma extremadamente autocrítica el tema de la posesión de las armas o las carencias de la sanidad pública en E.E.U.U. Esta visión tan autocrítica es a menudo fruto de la asimilación de la cultura del país de acogida.

Yo, como alemán, también he pasado por la sensación de ya no conectar con muchos aspectos de la sociedad alemana. Me siento un poco híbrido entre las dos sociedades, posiblemente ya ni entre las dos sino algunas más por las que he pasado a lo largo de mi vida. Si me hubiera quedado a vivir en Alemania, sin duda sería ahora una persona bastante diferente en valores, costumbres y percepciones.

En cuanto a mi identidad local alemana, soy de la gran ciudad. Naturalmente tampoco sería la misma persona si mi infancia la hubiera pasado en un pueblo y no en Berlín, una urbe con 3,5 millones de habitantes. Y igual de diferente habría sido, si hubiera nacido a solo pocos kilómetros en la parte este de Berlín o los alrededores de la Alemania comunista de aquellos tiempos.

Me descubro a mi mismo haciendo comparaciones entre la vida en España y Alemania. Seguidamente me doy cuenta de que falla algo fundamental en estas: Estoy comparando peras con manzanas.

Del mismo modo sería inviable que Inglaterra jugase un partido de futbol contra Almería; no puedo comparar mi socialización alemana propia de Berlín con mis condiciones de vida actuales en una ciudad de 35.000 habitantes que todo habitante local encima llama «pueblo». Para hacer comparaciones tendría que vivir ahora en Madrid o Barcelona o opcionalmente haber pasado parte de mi vida en sitios como Pirna o Montabaur, ciudades alemanas de 35.000 habitantes cuyos nombres sin duda te suenan un montón. Solo las puedo hacer en base a lo que he observado pero no en base a lo vivido. Así ¡a la basura las comparaciones entre Berlín y Ontinyent!

En realidad, en este blog querría hablar de mis experiencias, observaciones y transformaciones en relación con lengua e identidad. Ya al aprender diferentes idiomas en mi propio país de origen me di cuenta de que con el aprendizaje de cada idioma uno adquiere o vive otras facetas del propio ser.

lengua e identidad

Pensándolo más a fondo, no tiene ni que estar en relación con otras lenguas. Basta con trasladarse dentro del propio territorio nacional. Si esto ya pasa dentro del propio país, mucho más fuerte es esta sensación, cuando se trata de otro país, con otro idioma distinto.

En esto radica también el atractivo de dar el paso de trasladarse a otro país. Siempre resulta enriquecedor, incluso si la experiencia de vivir en el extranjero no ha sido como deseada.

Hablando de mi caso particular: Aprendí como primera lengua extranjera el inglés en el instituto y después, como segunda el francés, lo que me atrajo incluso más. El francés me abrió el paso hacia los idiomas románicos. En la universidad llegué a estudiar el castellano y , desde que vivo en España he aprendido de paso el valenciano.

Casualidades de la vida. Si me hubiera trasladado a otra parte del país, habría aprendido lo propio de esa otra comunidad, sea el vasco, gallego, un dialecto andaluz, canario o lo que sea. Así se da la casualidad – amigos míos de Castilla y León me lo han dicho – que hablo un español curioso con mi mezcla de acento alemán y influencias semánticas y de entonación valencianas. Más estrambótico aún debe ser para un catalán cuando se percate que lo que hablo no es catalán sino valenciano – encima con un cierto deje alemán.

Yo mismo me di cuenta una vez de lo peculiar que puede resultar. Esto fue escuchando hablar a una alemana que vivía en el sur de Francia. Hablaba con un acento francés del sur muy fuerte y al mismo tiempo se notaba que era alemana. Una mezcla muy curiosa que tenía encanto por lo peculiar que resultaba.

Mi apego con mi lengua materna, el alemán, ha fomentado mi curiosidad por aprender un idioma que tiene mucho en común: el holandés. Como profesor de alemán e inglés, me sirve también para un mayor conocimiento de las lenguas germano-occidentales; así que se entrelazan continuamente mis lazos de raíz germánica con las identidades adquiridas de lengua y cultura románica. Si me encuentro con un portugués por ejemplo, no sabría decir si el impulso de conectar en la misma onda nos llevaría hacía un tipo de «portuñol», o si mejor optaríamos por hablar inglés o posiblemente francés (o alemán), en el caso de que ésta persona no hablase castellano.

De hecho, no me he planteado nunca volver a vivir ni en Berlín ni en otro sitio de Alemania. Ha cambiado todo tanto – hasta uno mismo – que no existe ni la posibilidad de regreso. Sería tan nuevo como establecerme en otro país.

Como experiencia nueva preferiría – teóricamente – otro país. En Alemania podría caer en la quimera de creer haber «vuelto». Identidad temporal y local ya no coinciden con el lugar.

¿Quién no conoce la sensación de sentirse tan familiarizado como desapegado con los lugares del pasado?

Lo que sí marca para mí la diferencia con Berlín es el vínculo familiar. Es lo único que contaría como un posible motivo para volver. Sea como sea, cuando uno está a gusto viviendo en otro país, ya no es probable que llegue a plantearse cambios.

Espero que haya sido interesante lo que he compartido sobre el tema. Siempre me intriga enterarme de las vivencias y sensaciones de otras personas al respecto. ¿Entre qué culturas o identidades te sientes tú?

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